LA HUMAREDA

Separata de la Revista Casi de Literatura"LA COSA QUE ARDE" http://lacosaquearde.blogspot.com

11.3.09

La cosa que arde Jazz Club


En “La Cosa que Arde” casi nadie pagaba. Los clientes, es decir, los cuatro asiduos que abrevábamos alcohol matarratero y que lo cerrábamos todas las noches teníamos, prácticamente, la barra libre y sólo a algún curioso incauto o guiri muy despistado o cualquiera que tropezaba en la acera y caía por la puerta se le cobraba con creces el trago pavoroso que les incendiaba el gaznate y les hacía huir a la calle en busca de una fuente adonde meter la cabeza o les obligaba a correr hacia el WC hediondo, presos de una diarrea instantánea. En fin, lo que quiero decir es que esto duró, más o menos, dos años y tres meses, el tiempo que el bareto, en su nueva etapa, estuvo abierto acogiendo nuestros sueños, bostezos y desvaríos. Lo sé con semejante exactitud no porque tenga una excelente memoria sino porque la jornada de la inauguración, para celebrar como se merecía que un club de jazz abría en nuestro arrabal, emulando sin disimulo a los de Niu Yor, le regalé al dueño magnánimamente un almanaque de publicidad de la panadería del Cojo Marcote, donde yo había dejado de trabajar como recadero para incorporarme dinámicamente a esta emocionante aventura hosteleromusical y en el cual una fulana pelirroja, en la página correspondiente a julio, sonreía mostrando sin recato sus ubres asombrosas. Y allí seguía, colgada de un clavo en la pared y sin haber sido arrancada la hoja del mes, con sus carnes excesivas sólo tristemente tratadas por las moscas que se habían dedicado con perverso interés a decorarla con cientos de cagaditas, cual lunares coquetos y diminutos. 1996, ponía. Es invierno, creo que estábamos en Octubre, medité. Conté con los dedos hasta llegar al 1998. Efectivamente, 2 años y pico, pensé suspirando, orgulloso de mi admirable cacumen. El club, por llamarlo de alguna manera, estaba situado en un callejón de mala muerte, lleno de gatos famélicos y fachadas leprosas y cuando nos apetecía o había conciertos, por llamarlos también de alguna manera, sacábamos junto a la puerta, solemne y absurdamente, aquel gordito carialegre y de madera, emblema del antro, que alguna vez estuvo en la puerta de una casa pomposa de comidas, con su gorro de cocinero, su servilleta blanca sobre el brazo y su bandeja servil. Y apoyado sobre esta poníamos un cartón escrito a rotulador con el programa o el nombre, inventado minutos antes, de la banda de locos que iban a perpetrar la velada. Y como Secundino, o sea el dueño del garito o sea La Momia apenas sabía hacer la o con un canuto, era yo quien, con una letra singularmente florida, escribía dicho cartelito que siempre adornaba con el dibujo de un rechoncho cerdo con levita, puro y evidente aspecto de banquero, único trazo artístico que, laboriosamente, con la lengua fuera y entre los labios, fui capaz de hacer. Y como digo, esto realmente duró hasta la noche en que La Momia, o sea mi jefe o sea mi tío y mentor, se quedó dormido sobre el mostrador, como siempre. Yo lo miraba y trataba de adivinar, observando su sonrisa de aligator satisfecho, si estaría soñando con despachar pronto cócteles molotov o con despampanantes hembras ligeraditas de ropa, sus fantasías favoritas. Y en aquella ocasión, poco antes de cerrar - recuerdo que en la tele, en el único canal que se veía, ponían una peli patética de Manolo Escobar y que llovía y en el bar no había nadie, bueno solo nosotros, los fantasmas valientes de siempre - volvió entonces a abrir un ojo, luego el otro y con una porfía tan mecánica como cotidiana dio, tras desperezarse, su ya clásico y magistral consejo:
- Muchachos, no lo olvidéis, las mejores barricadas con los confesionarios del clero y los roperos de los burgueses, que la cosa... - y empezó extrañamente a reír, como
escupiendo carcajadas postizas, y terminó la frase no con el tono jocoso habitual sino con un berrido agreste que hizo callar hasta a la trompeta cacareante y abollada de Johnny Mhecanzo que, imperturbable, ensayaba o improvisaba en sordina, trabajosamente, su solo estelar y delirante.
- ¡¡¡...está que ardeeee!!!
Y en el silencio pasmado que se hizo todos le miramos con una interrogación de viñeta sobre cada uno de nuestros molondros. La Momia no solía bramar, ni siquiera cuando, al oír la campana eclesial dando la hora, se cagaba automáticamente en dios o en algún santo. En ese momento yo estaba rellenando unas botellas con aguardiente destilado por Juan El Tomate, como contribución personal a la exigua bodega del bar y no me gustó ni un poquito aquello y no sé por qué pensé, por primera vez y con bastante desazón, que mis melancólicas curdas y posteriores dormilonas encima de la mesa ruinosa de billar podían acabarse algún día. Giré un poco la mollera y me vi de reojo en el espejo roto. Yo, este con orejas de soplillo, bebedor y tarambana, curraba por unos tragos, algún que otro plato arrimado y la susodicha -la miré- cama sobre el tapete verde y arañado. Los demás, -los miré- venían por querencia o por meterse en algún sitio y, casi cual ofrendas, le traían a la Momia coles, acelgas desmayadas, rábanos y algún que otro vegetal medianamente comestible que robaban en el mercado y naranjas y palomas de las plazoletas y en ocasiones excepcionales que celebrábamos con enorme jolgorio, una gallina atónita de algún corral que habían estado espiando al sol, sin perder al bicho de vista hasta que este encontraba por fin el boquete y salía gallardo y confianzudo al descampado de latas, escombros e hierbajos y entonces, claro, lo trincaban por el pescuezo. Con eso y con algunas monedas esporádicas que encestábamos entre hurras en la caja registradora, nos manteníamos milagrosamente a flote en aquel tugurio escasamente jazzístico pero asaz naufragante. Y como digo, todos lo miramos cuando le dio la berrea al despabilarse, hasta el perro Demetrio, la mascota, que se quedó inmóvil y estupefacto, con una pata al aire, a punto de rascarse una de sus pulgas animosas. Y allí estaba el jefe, como digo, pálido, con su rictus cadavérico tras el burladero de la barra, acariciándole impertérrito el lomo suave al Troncho, el gato peludo y orondo que de un salto se había encaramado, ronroneante, a su lado. Entonces oímos la voz trastabillada e inoportuna del morito Jaime que, tan beodo como siempre, había dejado de contar ensimismado, sobre la mesa y con esmero de filatélico, las siete u ocho baratijas podridas que llevaba meses intentando vender
- ¿Arguien quiere argo palas orejitas de su nobia? - dijo risueño, esparciendo por el aire el vaho ácido del tinto avinagrado, mirando alucinado cómo el espectro de, seguramente, la Marilyn Monroe, medio en pelotas y alborotándose el pelo rubio, le guiñaba el ojo allí mismo, qué suerte, sobre el escenario de juguete.
Yo iba a decir vacilón que mi menda, no sé por qué ya que no tengo pareja ni nada que se le parezca, quizás por solidaridad con su envidiable arrobamiento y su posible y afortunada visión, pero en ese momento la puerta de entrada se abrió violentamente, como si la hubiera pateado una burra colérica. Miré asustado. En la penumbra de la calle, bajo la lluvia, se distinguía un bulto negro, una silueta patibularia. Comprendí enseguida que, sin lugar a dudas, íbamos a morir todos, no apaleados sino ametrallados a quemarropa porque vislumbré dramática e inequívocamente no al esperado comando de pasmas sino al típico asesino a sueldo y el brillo delator de sus fríos ojos impasibles y el índice engarfiado ya en el gatillo de la tartamuda con silenciador... Y estaba por alzar corajudo el puño y dar los vivas de rigor a la república cuando oí hablar al tipo.
- Buenas noches – dijo entrando en la pobre luz.
Casi con desilusión vi entonces a un pibe titubeante, con un chubasquero naranja, un casco con la visera levantada. Llevaba en las manos una bolsa, que sostenía como si nos la ofreciera. No debió de gustarle nuestros semblantes de alarma.
- Perdonen...no pude abrir la puerta bien...traigo esta pizza que encargaron... - y sonrió caballunamente, como si por fin estuviera a punto de contar, tras rumiarlo durante meses, un chiste fabuloso o como si estuviera por festejar su proeza de acémila... - anteayer, creo.
La Momia chascó la lengua y sonó como si cargara un arma o la hubiera disparado y el tambor estuviera desilusionadamente vacío. Le vi llenar un vaso diminuto de la botella que tenía al lado y echárselo al coleto.
- ¿Muchachos, el más idiota o el más paciente de ustedes pidió esa pizza?, - preguntó mientras, casi buscando munición, se hurgaba con un dedo la nariz, sin quitarle ojo al mozo mocoso.
- ¿Es de alcachofas y beicon? - pregunté yo, por preguntar algo.
El colega miró apocado un papelito y dijo, de manera casi inaudible, que era de atún y champiñones.
- ¡Entonces me la zampo yo! - dije con tanta prontitud como rapacidad. Y tan chambón como siempre.
- ¡¡Y yo!! - dijeron todos prestos y al unísono, como si las palabras les salieran también a ellos como corchos jubilosos de champán.
Y tras un murmullo general de aprobación, no sé cómo se juntó felizmente la guita que costaba e incluso el repartidor, con la dadivosa propina de un puñado de chapas de cerveza, fue despedido con incongruentes aplausos. Hasta el can ladró y meneó el rabo, apuntándose. El andoba se debió de equivocar de dirección o alguien se apiadó increíblemente de nosotros. No sé. Lo que importa es que la pizza se quedó sobre la mesa de billar, adonde nos abalanzamos como hienas a bregar con ella. Tonto el último, pensamos. Oí un ruido metálico por el suelo y supuse que sería la trompeta. Aquello podría estar relleno con veneno o con lagartijas o con bacilos crujientes e infecciosos pero igual la deglutimos sin miramiento alguno. La Momia, patriarcal, nos miraba con su sonrisa de ánima indulgente, gozándonos o tal vez, que también podía ser, a punto de gargajearnos uno de aquellos célebres y certeros salivazos con los que, a falta de dardos, jugaba a la diana con una estampita del Papa que alguno encontró en la basura y pinchó con guasa en la pared. Afuera llovía, creo que ya lo he dicho, y con los últimos codazos también fueron desapareciendo las postreras migajas.
- Mu guena esto - dijo el morito Jaime, sin creérselo todavía.
- Grouuuuu - opinó, eructando, el estómago agradecido del gran Jonnhy Mecanzzo.
Le alcancé el instrumento. Estaba lleno de serrín. Ese día el Jonnhy no tenía betún en la cara, ni pelotas de chicle bajo los mofletes. Antes, en los supuestos buenos tiempos del bar, sobre todo en las fiestas de carnaval, se ponía maquillaje de color negro pero como la cosa fue comprensiblemente a peor pues lo cambió por pringue lastimosa de zapatos, que salía medio gratis o más barato. Así, que con un poco de voluntariosa y cachonda imaginación, el Louis Amstrong de los cojones era toda una boñiga de vaca al lado de aquel tipo, que un día, harto de andar pasando fatiguitas de feria en feria, vendió la cabra y el taburete y se volvió silbando a la chabola, con la trompeta bajo el brazo y sus nuevas ínfulas de eximio artista.
- ¿Ya pastaron los señores? ¿Sí? Pues creo que es el momento adecuado para que vuelvan a sus respectivos establos y de paso piensen un poco o lean y se instruyan... - dijo La Momia, tamborileando la hojalata y dando a entender muy claramente que se le empezaban a retorcer los cuernos y las dos o tres ideas, aún maleables, que tenía en el interior de la testuz.
- ¿Ya va cerrá usté, l’establecimiento? – preguntó, tan socarrón y buscarruidos, el viejo Cosme, el chatarrero, que hasta ese momento no había hecho otra cosa que fumar en silencio y con deleite, una tras otra, toda una serie de colillas que iba sacando de una bolsa de pipas y que había ido recogiendo pacientemente durante el día. El muy pelagatos sacaba una, la miraba por todos lados, estudiándola, y luego satisfecho la prendía y le daba una calada profunda, como si estuviera por sacarle vitaminas al humo. Y luego otra. Y otra.
- Me parece que por hoy ya se ha conspirao bastante, caballeros... - concretó caviloso La Momia.
Afuera llovía. Ninguno de nosotros trabajaba bovinamente, es decir, por un sueldo de mierda y con un horario. El personal se buscaba la vida de chanchullo en chanchullo o granujeando de matute. Y “La Cosa que Arde” era nuestro cubil. Por eso cuando el gran jefe indio se despertó de aquella manera me dio el tufo de que verdaderamente el muy advertido y premonitorio incendio podía tener lugar cualquier día, lo que conllevaría verme de fijo roncando en chirona o a la misma intemperie. Y debo aclarar que las angustiosas situaciones de zozobra me ponen nervioso y como consecuencia inevitable me descoso del tirón en una pedorrea intratable y desbordante. Así, mientras efectivamente gaseaba sin misericordia a los presentes, estos, ceñudos, olisqueaban cual chuchos hocicudos y venteadores y terminaban como siempre por mentar y emporcar con lengua viperina al elenco de mis muertos que, por cierto, ya ni debían revolverse encolerizados en sus tumbitas, de puro acostumbrados que estaban a oír ofensas a su memoria.
- Parece que está la noche puesta - dije, por decir algo otra vez o para que no me mataran, mientras oíamos cómo la tormenta iba envalentonándose y se atrevía con un tremendo chaparrón y con algún trueno luctuoso.
- Sal a por el gordito, sobrino, que se va a resfriar - me ordenó con voz cavernosa, señalando de barbilla hacía la puerta como si me indicara donde estaba el salvavidas. Y aproveché corriendo para, una vez fuera, ya en la calle, terminar con gozoso desenfreno de vaciarme como un globo.
El susodicho gordito estaba empapado. En la bandeja que mantenía en la mano, que en sus tiempos debió de servir para mostrar la carta del menú, había algo. Me acerqué y entonces vi que aquello era un considerable excremento ¿Qué hideputa lo habrá cagado aquí?, pensé patidifuso. Lo observé más de cerca aún. Parecía de cura inmundo o de perro defecón. Lo ha puesto el niñato de la pizza, seguro, discurrí, ensopándome pero complacido de mis facultades deductivas. Lo retiré con un par de octavillas electorales que solía llevar encima para sonarme los mocos y apuntar los puntos en las partidas de dados, lo puse con cuidado en la acera para se resbalara en él algún meapilas y arrastré para dentro a Mateos. Para mí el gordito, o sea Mateos, era un amigo de flipe al que, desde la cama en la mesa de billar, le contaba acurrucado mi vida adornándola disparatadamente con fabulosas aventuras y tórridos amores. Recuerdo bien el día que, en una procesión de pitorreo, lo trajeron en una carretilla. Tras robarlo de la puerta de un restaurante del centro y como no pudieron venderlo y no sabían muy bien qué hacer con él pues lo portaron acá, como colaboración también o yo qué sé. Lo birló con arte el Gran Telonius, un divertido senegalés indocumentado que trabajó un rato en una obra de los alrededores y se dio cuenta de que había más gente mirando que en el tajo y que los que miraban, fumaban rajando, reían chistes y tenían un aspecto de buten. Al otro día estaba al otro lado de la valla compartiendo ducados, con las manos en los bolsillos y enseñando a todo el mundo su fantástico y recién estrenado regocijo de vivalavirgen. Luego se hizo parroquiano del bar donde, tras establecer amistad conmigo, me contaba sus temores y confidencias, a veces en su idioma o de manera singular, como aquella vez que, con elocuentes gestos de macaco salido, para que lo entendiera bien, me expresó su deseo de aprovechar su badajo y dedicarse al cine porno. Y en fin, por mi parte, yo le puse el mote, aunque a él no le agradaba mucho porque creía que, chunguero, lo estaba insultando minuciosa y sibilinamente. La verdad es que el tipo era cojonudo, algo calavera, eso sí. Moreno y espigado, un día conseguí, por fin, después de interminables y agotadoras sesiones de persuasión, que se dejara crecer una vistosa perilla y le coloqué con emoción unas gafas de juguete para que fuera el calco del gran Thelonius Monk en una foto recortada de una revista que yo guardaba como mi más preciado tesoro. Las gafas eran de plástico y costó un trabajo enorme que no se las quitara. Iba por ahí dando tumbos de puro mareo pero sabiéndose orgullosamente, aún sin tener ni remotamente idea de quién era ese gachó, la estampa viva de un grandísimo músico negro americano. Al poner el gordito en su sitio, junto a la antidiluviana maquina de tabaco, miré hacia las mesas y confirmé que esa noche el Gran Telonius no había venido a toquetearse los huevos enormes. Con una hoja de periódico, que informaba de un accidente atroz de trenes, le sequé la cara a Mateos.
- Y vete preparando un cartel - masculló La Momia - que diga bien redactao:
“Cerrado por reforma. Volveremos, sí, pero con armas”, que la cosa está achicharrándose, carajo ya!
Le miré la jeta. No parecía estar bromeando ni tocando el laud o la flauta ¿Estaría hablando en serio? ¿Habría tenido un sueño clarividente de liberación popular? ¿Estaba por liarla de una vez? Agarré el rotulador Carioca. Del bar, culebreando cual sabandijas, ya se habían largado todos. Escribí compungido el letrero y lo coloqué, siguiendo las instrucciones, en la puerta. Lo puse con cinta adhesiva, esperando que se cayera pronto. Luego oí los martillazos bárbaros de La Momia, asegurándolo con clavos. Me sentí como culpable, no sé por qué. La insensata idea de convertir aquella tabernucha de viejos compinches en un club de jazz fue, evidentemente, mía. A mi tío, cuando se lo propuse, aquello le dio casi igual porque no tenía ni un poquito de fe en el presente de su negocio. Y no hablemos ya del futuro. Estaba por traspasarlo pero nadie quería aquel nido maloliente, según la vox populi, de borrachos, cacos y pendencieros. Así que cuando, dándole bien al palique, le dije que sería el único club en 400 Km. a la redonda se le empinaron las antenas y empezó a cavilar con la posibilidad de sacar pasta y así subvencionar cargamentos de kalashnikov al tercer mundo. Me aseguró, muy serio, en un tono de sincera formalidad, que nunca había escuchado esa música ni sabía nada del tema. Comprendí enseguida que lo mismo podía convencerlo para montar un local de danzas polinesias. Eso sí, nada de drogas modernas, me dijo con preocupación ceñuda. Y la barrica de mosto se quedaba allí, por supuesto. Y el póster del atleti. Y la jaula del canario. Y las tardes naipescas. En fin, que al final lo único que cambiamos fue el nombre del bar, pintado a brocha, en la fachada y el escenario minúsculo que debía soportar a lo más granado del bebob internacional pero que únicamente conoció al grupo de amigotes majaretas que, en las tres o cuatro increíbles actuaciones que dieron, iban cambiando de instrumentos e indumentarias y que ofrecían en tromba cualquier ruidoso desatino tras inspirarse trasegando contundentes castoras de vino y atiborrarse de altramuces salados. Y aunque en la inauguración oficial medio barrio estaba allí, la mayoría de los curiosos y forasteros huyeron despavoridos y sin carteras en cuanto pudieron, sin dar crédito a lo que veían y oían. Por nuestra parte, por un tiempito, seguimos escuchando todas las noches, aplicados y mientras las moscas nos flirteaban las caras, el programa de radio “La hora del jazz”, hasta que al personal se les acabo el aguante y tras notar algunos susurros, una noche el Paquirro masculló un insulto rabioso, se levantó, corrió a la estantería y a manotazos con el dial cambió para siempre la sintonía, entre la gran ovación de todos los demás que ya oían alborozados la voz bullanguera de José María García, mientras el adalid la agradecía saludando al respetable con una reverencia y haciendo con dos dedos nicotinados, casi necesitado de cámaras y flashes, el signo de la victoria.
En “La Cosa que Arde” nadie pagaba, es cierto. Pero la peña solía salir dando tumbos, volviendo a sus casas a tientaparedes, sonrientes y canturreando por Camarón o tarareando una copla sentida o silbando la internacional. Tampoco sucedía nada, es cierto, pero volvíamos, teníamos, digamos, querencia o simpatía por las sillas cojas, el morapio y los ratones que galopaban por nuestros pies. La Momia, bufando, echando pestes, había subido arriba, a su catre quejumbroso, a segregar despacito legañas y zetas de tebeo. A esa hora yo me encargaba de cerrar y hacía el paripé de la limpieza. Como era su costumbre, Jonnhy Mecanzzo se quedó conmigo, esperándome. Estaba ebrio, frotando embobado la trompeta. Para sacarle brillo a aquello habría tenido que escarbar en el latón. Me acercó la botella de ginebra de garrafa. El perro, con los ojos cerrados, le lamía el tobillo, soñando con un hueso o saboreando el gusto a mugre.
- Parece una lámpara mágica - le dije tras darle ávidamente un buen trago a gollete y conflagrarme el canalón del gañote.
- A veces la echo de menos, compadre - dijo, recitando cejijunto su típica cantinela a esas horas y en ese estado de embriaguez.
- Todo sea por la música, maestro. Aunque el barco se hunda la orquesta no puede dejar de tocar - le decía yo siempre, inverosímil, absurdamente, pero con una sinceridad tan conmovedora que casi se me saltaban las lágrimas.
- No sé por dónde andará...pobre Maripe...
- Estará bien, hombre...contenta...haciendo su trabajo con su arte indiscutible...
- ¿Tu crees? Espero que no se haya caído nunca del taburete...
- Tranquilo, Jonnhy, es una profesional - le respondía invariablemente, mientras me secaba las manos en el mandilón pringoso y heredado, pues había pertenecido a los ocho o diez camareros que habían pasado por el local con La Momia y antes, con su viejo, o sea, mi abuelo, que resquiéscat in pace en los infiernos más etílicos.
- Era tan delicada esa cabra - decía y trataba de mirarse en el brillo anémico de la trompeta, como yo hacía cuando fregaba alguna cucharilla y acercaba mi rostro a la cara convexa de la misma y me quedaba embobado mirando el careto deformado, la sonrisa enorme y payasesca.
Metió el instrumento en una talega de tela -su estuche particular- en la cual se podía leer la palabra PAN y se levantó bostezando.
- ¿Oye, tu crees que el viejo está por meterle el cerrojazo al quiosco? - me preguntó colgándosela en bandolera.
- Ni idea, será el tiempo este que le destempla los juanetes y lo encabrona o lo entristece - dije, encogiéndome de hombros, más interesado en ese momento, achispado ya, en biberonear los últimos buches de la botella.
- Pues jodido asunto, hermano.
Apagué la tele dándole al botón con el palo de la escoba, desenrosqué la bombilla sucia y telarañada que pendía del techo y salimos. Cerré con llave la puerta de madera apolillada, imaginando que hacía caer con profesionalidad y gran estrépito la persiana metálica. Seguía lloviendo. El cartelito que avisaba de las supuestas mejoras seguía en su sitio pero por completo despintado, con las letras ilegibles.
- El tiempo está meoncete, colegón - dijo el Jonnhy, rumboso, arrancándose por lo bajini con un cantecito bajo la pluviosidad, por usar un termino que le oí una vez al hombre del tiempo. Y yo, con un porrito ya en la comisura de los labios, le hacía las palmas. Y allí íbamos los dos, en medio de la madrugada desierta y de la tregua en la ardua lucha, andando hacia donde La Amparo, a ver si estaba de buen humor y ociosa y caía unas copitas de anís mientras muy teatrera y circunspecta me predecía, con piadosas mentiras, un futuro tan inexistente como fantastico en su tulipa redonda de lámpara de comedor o les contábamos chascarrillos verdes y picantes a sus chicas, siempre amables, carcajeantes y pintarrajeadas. “La Cosa que Arde” quedaba atrás, como un chucho en la oscuridad, acurrucado y pensativo, como tramando algo… Y hablando de perros, una noche más, Demetrio nos seguía dando saltos, tan pulgoso y gandul, tan golfo y disfrutón.

DOMINGO LÓPEZ

Inédito


6.5.08

Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta

Prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta.
Prefiero que me quite el sueño Goya a que me lo quite Adidas‚ Pescanova‚ Volkswagen‚ la vecina‚ un gilipollas que dice ser mi amigo o una cabrona que repite que me quiere.
Si no puedo dormir una noche‚ joder‚ al menos que sea por un cuadro de Goya.
Y no por un coche que no puedo comprar.
Ni por una lata de albóndigas que me zampé fría y me sentó fatal.
Ni por haber llegado otra vez tarde a las rebajas a pillar lo más barato de lo peor‚ que era para lo que nos alcanzaba el dinero.
Lo cierto es que me quita el sueño cada chorrada que me deprimo hasta casi tocarfondo. Y no me gusta nada. Con catorce años ya me dije: tú no vas a tocar fondo. Y empecé a comprar‚ intercambiar y pedir prestados y no devolver jamás libros y a robarlos como un enfermo‚ de donde fuera y a quien fuera: da lo mismo la FNAC‚ la Casa del Libro‚ una biblioteca pública o la del padre de mi mejor amigo. Que les den por culo a todos.
La gente piensa que para no tocar fondo hay que planificar algo. Y lo que yo digo es: la única forma de no tocar fondo es hacer algo. Y hacer algo es‚ evidentemente‚ lo opuesto a planificar algo. Planifican los tímidos y mientras tanto el mundo se va haciendo torpemente; la historia y la geología avanzan gracias a los que se pringan hasta arriba‚ a los que tienen huevos.
¡Pero mira la gente que se pringa!
¡Vaya Hit Parade!
¡Tony Blair‚ Hitler‚ Jesús Gil…
¡Qué cabronada!
Menos mal que hay gente del otro lado‚ joder. Inútiles‚ pero peor es nada.
Hay que hacer algo. Sin preocuparse por las consecuencias. Porque la premeditación es el rasgo que peor han desarrollado los seres humanos y mejor que la premeditación –que no es otra cosa que una montaña de prejuicios sedimentados‚ digno de una nueva ciencia que yo llamaría geología-psíquica– mucho más fiable resulta el instinto. No sé si cuando se caza con los dientes o se ataja por el camino más corto para atrapar a la presa se trata de una premeditación-elemental (evidentemente el animal no medita‚ pero a veces parece haber algo un poco más allá del simple reflejo) o no es más que una conducta innata y hereditaria. Sólo sé que tengo pasta en el banco y que debemos hacer algo con toda la pasta ahorrada.
Y eso tiene que ser YA.
Tenemos que ir al Prado una de estas noches‚ les digo a mis hijos.
Y ellos me dicen que tenían planeado ir a Disneyworld de París. Nosotros pensamos que ir a Disneyworld de París sería una idea mejor.
Porque para comprender la tristeza del hombre moderno‚ mejor un ratito con Mickey Mouse en persona‚ o sea‚ un chaval mal pagado que curra doce horas calcinado bajo un traje de peluche sin agujeros de respiración‚ que pasear frente a Saturno devorando a sus hijos o el Duelo a garrotazos o a cualquier cosa que hayan pintado Goya‚ Velázquez‚ Zurbarán o El Bosco‚ me dice el mayor de mis dos chavales.
Y yo les digo: mirad chavalotes‚ no quiero usar vuestras cabezas como putos balones de fútbol. ¿Qué Disneyworld ni qué pollas? Vamos a ir al museo del Prado una de estas noches y de camino vamos a subir al taxi a algún amiguete para que nos dé un poco de charleta y vamos a llevar algo de beber también‚ una de esas botellas perfectas que tienen Macallan dentro… Y mogollón de cocaína.
Me siento con los pibes en la mesa de la cocina –que es el único sitio de la casa que
aguanto– y dejo las cosas claras: tengo dinero ahorrado‚ los ahorros de toda una vida.
Y pongo encima de la mesa de la cocina mis ahorros de toda una vida; que fui esta mañana al banco y los saqué‚ con dos cojones: cinco mil euros. Un pastón.
Tengo cincuenta años y cinco mil euros en el banco.
Tengo casi un kilo en el banco y vamos a hacer algo‚ les digo los chavalotes‚ vamos a hacer algo bien gordo‚ joder.
Con esa pasta no puedes ir ni a la esquina‚ me dice mi hijo de seis años.
¡Con un kilo no hacemos nada!
Ni un piso‚ ni un viaje cojonudo‚ ni la cirugía plástica‚ ni un coche como Dios manda.
No puedes comprar nada que te dé estabilidad‚ porque la estabilidad tiene un precio‚ al menos la económica‚ que ya veremos la emocional‚ si es que existe. Ya que la estabilidad emocional depende directamente la estabilidad económica‚ me dice mi hijo de seis años.
Y yo le digo a mi hijo de seis años que me repita lo último que ha dicho.
Y el tío va y lo repite.
Y yo me reboto. Y le digo: mira pendejo de mierda‚ la estabilidad emocional y la estabilidad económica mantienen una relación inversamente proporcional. Así que no me toquéis las pelotas.
Y mi hijo mayor me suelta‚ el muy cabrón: con un kilo‚ chaval‚ me parece que eres de lo menos estable que me he cruzado últimamente por la calle.
Y yo les digo: no me seáis hijos de puta‚ nosotros no aspiramos a una vida estable‚
porque la vida es un follón de la leche y nosotros aspiramos a revolcarnos en ese follón‚ a confundirnos con lo que tocamos y a diferenciar en la bruma lo que nos da la gana y creemos pertinente: lo que nos pertenece a cada uno de nosotros. Según la genética‚ lo aprendido y el azar.
Y mi hijo de once años interpreta como le da la gana mis palabras y me suelta: a eso le llamo yo intensificar el vacío. ¿Tu de qué vas? ¡No somos unos tarados! ¿No vamos a ir a una discoteca a meternos pastillas‚ tío‚ qué cojones te pasa? Para cansar un cuerpo‚ nosotros lo vamos a cansar con cierto sentido‚ le vamos a dar a la fatiga nuestra propia orientación‚ tiempo y calidades.
Y el de seis años dice: Lo que yo busco es un rayo de plenitud
en medio de este marasmo estúpido
empeñado en agravar la nada.
Quiero ocultar algo de la vista de todos
y quiero cavar.
Y voy a coger una pala y voy a ponerme a cavar.
El vértigo no nos da ninguna clase de espesor.
Al contrario.
Tanta velocidad nos deja en los huesos.
Acumular experiencias –leí en un libro– no nos protege.
Y yo le suelto: ¿Ah‚ si?! ¿Y para eso queréis ir a Disneyworld‚ capullos?
Y mi hijo me habla del significado del pato Donald y yo me llevo las manos a la
cabeza.
No conozco a mis abuelos –dice.
No he heredado ninguna tradición.
No sé encender el fuego.
No sé ni dos palabras de un dialecto a punto de extinguirse y que
No puedo perpetuar.
Sólo puedo elegir entre agitarme o detenerme y coger de la mano a un tipo disfrazado de Mickey Mouse en Disneyworld y contar mis problemas y mis alegrías a ese desconocido todo sudado bajo el traje de muñeco.
Sólo al perro Pluto le puedo contar mi vida.
Me estáis jodiendo el proyecto‚ les digo.
Vamos a intentar ser razonables. Tenemos cinco mil euros. Mis ahorros de toda la vida‚ joder. Vosotros os cachondeáis‚ decís que con eso no vamos a ninguna parte. Y yo os digo: nos vamos a pulir la pela y nos la vamos a pulir mejor que nadie. Mejor que Lady Di y Dodi Al Fayed juntos echando un polvo en el asiento de atrás de un Mercedes a 230 por hora bajando por el túnel del puente del Alma.
Porque si Cristo multiplicó los panes y los peces‚ nosotros con cinco mil euratas podemos hacer virguerías: ir de putas‚ comprar whisky‚ mogollón de cocaína y acabar todos en el Museo del Prado.
A ver las Pinturas Negras de Goya.
Y el chavalote mayor me dice: prefiero ir a Disneylandia
Y el chavalote pequeño suelta: por una vez en la vida‚ vamos a hacerle caso al viejo‚
a ver si hay suerte‚ a ver si suena la flauta…
Con esta carta blanca que me dan mis hijos ya estoy en condiciones de plantear mi
propuesta como debe ser.
Nada de ir por ahí‚ los tres puestos hasta el culo‚ los chavalotes y yo‚ por discotecas‚
puticlubs de carretera‚bares de taxistas‚ churrerías‚ afters‚ comprando bocatas en la
calle a los chinos a las seis de la mañana… no señor.
Eso nos gusta‚ pero de momento‚ eso‚ para nosotros‚ significa “tirar el dinero”. Porque tenemos novecientos talegos nada más. Y nosotros no vamos a “tirar el dinero”‚ vamos a repartir la pela que tenemos con criterio‚ y vamos a diferenciarnos de mogollón de peña gracias al criterio‚ que no hay que confundir con la sensatez –ya que para nosotros el criterio incorpora el elemento confusión al cien por ciento– y eso se lo debemos a nuestra biblioteca‚ joder.
A la famosa biblioteca de Espinaredo.
Porque si algo nos diferencia del resto‚ es que en casa tenemos una biblioteca. La Famosa Biblioteca de Espinaredo.
La lavadora está rota‚ en la tele se ven sólo dos cadenas‚ la plancha perfora la ropa‚ el lavavajillas jamás funcionó‚ la aspiradora hace un ruido infernal‚ el móvil no tiene cobertura ni batería y la memoria del Mac petó… pero la biblioteca nos sigue funcionando‚ joder.
Y les digo a los chavalotes: de todos los electrodomésticos que compramos para la casa‚ me quedo con la biblioteca.
Y como la biblioteca no es ni un electrodoméstico ni una sola cosa‚ como la biblioteca de Espinaredo es una coagulación de volúmenes y lomos y tipografías y pensamientos y sueños y cobardías y colores y centímetros de alto‚ largo y fondo‚ y de olor a papel‚ como una biblioteca es todo menos un electrodoméstico‚ cosa que se ve a la legua‚ mis chavalotes no dicen nada‚ pero se fían‚ joder. Se fían. Y sueltan‚ finalmente: venga‚ vámonos al Prado.
Que preferimos que nos quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta.
Y no le vamos a dar el kilo que tenemos ahorrado a ninguna inmobiliaria‚ ni a ningún banco ni a ningún concesionario Renault. Nos vamos a pulir la pasta en ir a ver a Goya. A nuestro aire.
Me parece que vamos a ir una de estas noches al museo del Prado‚ cuando ya está cerrado el museo‚ y nos vamos a colar por la ventana. Le vamos a dar una pedrada a una ventana y nos vamos a colar.
Los chavales insisten en que quieren ir a Disneyworld y yo les digo que te la pone más dura romper una ventana y colarte en el Prado a las tantas de la noche que gastar la pela viajando hasta París para ver al maricón del perro Pluto.
Y que si no les mola lo del Prado‚ estamos a tiempo de cambiar el plan. Que nos vamos a unos garitos de carretera que yo me sé‚ que quedan a tomar por el culo‚ en la carretera que va desde Infiesto a Llanes‚ a follarnos todo lo que se nos ponga por delante. Así los chavales saben ya desde muy temprano qué es el sexo. Así saben lo que les espera. Que todo el mundo habla del sexo y nadie sabe follar como tiene que ser‚ hostias. Y que le llaman a esos intentos patéticos‚ nada menos que practicar el sexo. Como si se tratara de tirar la jabalina o de chutar un corner. Van a saber ya desde chavales‚ que los tíos se corren incluso metiendo la polla entre dos almohadas o en el peor de los casos en una misma almohada doblada al medio. Y que las tías‚ no se corren prácticamente nunca si no es metiéndose mano a sí mismas. Que todo dios se las apaña para correrse solo‚ tocándose y haciendo cosas ingeniosas incluso‚ y que en contacto con el otro todo es fingimiento y desesperación. Y que una eléctrica necesidad de cariño reprimida‚ jode siempre el experimento. Van a saber que el sexo que todos glorifican y subliman‚ es sencillamente un chasco para un porcentaje altísimo de la población. Ya que echar un buen polvo una noche‚ puede que te toque. Pero follar como un salvaje mínimo cuatro días por semana está bien chungo. Y todo el mundo cree que ha follado bien y realmente nadie ha follado bien nunca. Y tendríamos que hablar durante dos semanas de lo que significa “disfrutar en la cama” y de lo que significa el placer. Y se ponen todos como focas‚ a reventar de pasteles. Saben comer pasteles‚ pero no saben comer una polla. Hacen tres‚ cuatro‚ cinco comidas al día‚ pero no saben comerse un coñito.
La cosa es que vamos a ir al Prado pero desde un poquito a tomar por culo‚ para sacarle provecho al viaje.
Vamos a pillar a un taxista y le vamos a decir: escucha‚ nosotros vivimos aquí al lado‚ en la calle Huertas y queremos llegar al Prado pero tardando bastante‚ como mínimo‚ hora y media‚ así vamos charlando. Y el taxista me dice: mira tío‚ el Prado queda a dos calles y lo mejor es que te vayas andando que un poco de ejercicio es bueno para que se te pase la borrachera. Además‚ el Prado cierra a las siete y ya son casi las nueve. Y yo le digo: escucha gilipollas de mierda‚ que yo sé de qué te estoy hablando: vamos a ir hasta Barajas primero‚ a recoger a un amiguete. Y de Barajas al Prado. Y el tipo echa a andar el contador de las perras y salimos por fin de excursión. Manda huevos: ¡y yo que creía que como padre de familia si metías tus niños en el taxi te respetarían más! Pero ni así…
Tenemos casi un kilo encima –les digo a los chavales– mirad el fajo‚ y si os parece bien‚ lo vamos a repartir de esta manera: 20 talegos se nos van a ir en el taxi. Porque vamos a estar dando vueltas como mínimo tres horas.
En drogas llevamos gastadas ya 150 lucas.
Y con las 700 y pico que nos quedan he contratado por una hora y media al filósofo Peter Sloterdijk. Porque es filósofo y porque está de moda. Si estuviera de moda y no fuera filósofo‚ no lo subimos a nuestro taxi con nosotros ni de coña. No vamos a subir al taxi a Tom Cruise‚ ni a Zidane‚ ni al rapero ese que no sé ni cómo se llama‚ sólo porque están de moda.
Tampoco vamos a subir a cualquier filósofo solo porque es filósofo.
Llamamos al Peter Sloterdijk porque es filósofo y está de moda. Y porque me sale a mí de las pelotas.
Y la secretaria del Sloterdijk nos dice que el muy capullo quiere 2 kilos para venirse a
España. Ni hablar‚ le dije. Nosotros tenemos 700 talegos y ni una sola perra más‚ joder. ¿En euros cuánto es? 4200 euros‚ me dice mi hijo de seis años. Por esa pela Peter Sloterdijk no se mueve de casa‚ me dice la secretaria por teléfono‚ la secretaria de Peter Sloterdijk por teléfono‚ la muy guarra.
Y yo me enrollo cantidad y le digo que al lado del Prado podemos tomarnos unas croquetas de cagarse en Casa Manolo. Y que el presupuesto nos llega también para media ración de Jabugo y una botella de Ribera. Y el Sloterdijk se pone al teléfono y dice: trato hecho.
El avión nos sale por 900 euros ya que “no pasa el fin de semana”. No me suelto a largar sobre los hijos de puta de las líneas aéreas porque me llevaría como mínimo seis horas.
El hotel nos sale por 500 euros esa noche‚ porque el mayor de mis chavales dice que quiere ponerle al Sloterdijk en el Palace y cuando le digo que el Ritz es más sensato porque queda al lado del Prado y que el Palace es peligroso porque está al otro lado del paseo del Prado y hay que cruzar entre tanto coche y el Sloterdijk seguro que va a ir mamado‚ me dice: al Sloterdijk lo vamos a poner en el Palace porque en el Palace dormía Borges y porque en el Ritz durmieron Britney Spears y Mel Gibson. Y porque me sale de los huevos.
Y esta última razón me conmovió tanto que dije‚ vale‚ si te sale de los huevos‚ se hace como tú dices.
O sea que con estos gastos imprevistos‚ nos quedan para el Sloterdijk unos 2.400 euros y tenemos que renegociarlo todo con su secretaria‚ porque le habíamos prometido prácticamente el doble. Pero ya era tarde porque el Sloterdijk ya había salido para aquí.
Ya ha salido para allá‚ me dice la tía.
¿Ya ha salido para aquí? le digo.
Pues vamos a buscarlo a Barajas.
Y nos presentamos. Y el tipo llega. Puntual. ¡Cómo son los germanos! Y me pregunta por las croquetas de Casa Manolo. Menudo es el tío: sale por el control de Policía y ya está con el rollo de las croquetas y el Jabugo. Lo metemos en el taxi y le explico de qué va la cosa. Le digo: mira‚ nosotros en la familia tenemos ahorrados cinco mil euros y nos los vamos a pulir de esta forma: queremos ir al Prado‚ romper una ventana y ver alguna pintura negra de Goya sin que nadie nos toque los huevos y quedarnos toda la noche a nuestro aire. Llevamos birras y bocatas de tortilla para tirar toda la noche.
Cuando amanezca nos volvemos a casa. Y Santas Pascuas.
Antes de meternos al museo‚ nos tomamos todos juntos las croquetas en Manolo y mientras enfilamos para Manolo‚ de camino en el taxi‚ vamos de charleta contigo.
Tu estás aquí para soltarnos la chapa en el taxi de Barajas a Casa Manolo. Y listo. ¿Que la charla se pone interesante?‚ le digo al taxista que le dé vueltas‚ para hacer tiempo‚ a Neptuno. O a los Jerónimos. Que son dos monumentos de mierda. Una es una estatua que no vale nada y la otra es una iglesia que tampoco vale gran cosa. Pero Madrid no tiene mucho de dónde rascar. Si quieres ver monumentos‚ te vas a Florencia. Aquí vienes a hablar de filosofía en el taxi‚ de Barajas al Prado y a zampar croquetas y a regarlas con un Riberita.
Y le detallo el presupuesto: lo que vale el taxi‚ el avión‚ la habitación del Palace‚ la ración de croquetas‚ la media ración de Jabugo‚ una botella de un Ribera aceptable‚ y el tipo me dice que el proyecto le parece bien. Me gusta el proyecto‚ me dice. Pero yo habría llevado a los chavales a Disneyworld de París.
Esta última frase‚ no sé si es del hijo de la gran puta del Sloterdijk o de mi hijo menor‚ que me va traduciendo todo del alemán y puede que me la haya colado el muy capullo.
El Sloterdijk ve la botella de Macallan y nos pide un trago y mi chavalote el pequeño le suelta‚ en un perfecto alemán: el Macallan es para dentro del museo del Prado y no está incluido en tu contrato. Contigo sólo tenemos croquetas‚ media de Jabugo y una botella de Ribera. ¡No te enteras‚ tío!
Bonita noche de verano en Madrid‚ ¡joder!
¡Guauuu! Me veo a mí mismo en el taxi‚ junto a mis dos chavalotes‚ bajando por Serrano directos a la Puerta de Alcalá‚ con todas las ventanas abiertas‚ con el Sloterdijk hablando en alemán que no le pillo ni una palabra y el taxista menos‚ los semáforos de Serrano tan bien sincronizados‚ verde‚ verde‚ verde… que me digo: ole tus huevos‚ anda que no te gastas la pasta de puta‚ puta‚ puta madre. ¿Que con 5.000 euros no puedes hacer nada importante?
No me jodas: prefiero que me quite el sueño Goya a que lo haga cualquier hijo de puta.
Y cavo profundo en mi
Diminuto pedazo de tierra
Cavo siempre por debajo de mis pies que me sostienen cavando
Y doy espesor a una sola acción
Y la protejo de vosotros con tantos pensamientos como
Una cebolla de capas y capas y capas de piel de cebolla
Y soy más que nunca una cebolla
Rodeada de finas y precisas y húmedas capas de
Pensamientos
Y alejándome os busco
Entero
Desaparecido-desapareciendo
Cavando
Y el Peter Sloterdijk dice: ¡Qué idea cojonuda! ¡Yo también quiero entrar al Prado por la ventana esta noche! No me jodáis‚ ¿no me vais a dejar tirado? Y yo le digo: ¡vaya hijo de puta! con la pela que cobras‚ tú te vas al Palace‚ te pules el mini bar entero‚ pones el canal porno o llamas a una puta y a dormir la mona; que mañana te vuelves para Alemania y llega un taxi a recogerte a las cinco y media.
Aún así‚ salvado este contratiempo‚ la charla en el taxi se pone interesante. Mi hijo de seis años sigue cada reflexión del Sloterdijk sin perderse ni un detalle y suelta unas réplicas en alemán que deben ser la leche‚ ya que el Sloterdijk se queda en silencio unos segundos y le responde otra vez entusiasmado. Se habló de todo y con eso vamos a hacer un libro‚ porque llevamos escondida una grabadora en la mochila‚ entre la coca. No somos tarados. El Sloterdijk está de moda. Vamos a hacer un libro‚ nos vamos a forrar‚ y ni se va a enterar.
Me tengo que saltar prácticamente todos los detalles‚ joder. Para ir al grano. Cómo nos peleamos por la ración de ocho croquetas. Cómo bajaba la botella de Ribera. Las lágrimas y el babeo del Sloterdijk con el Jabugo en la boca entreabierta. Nos salió interesante el Sloterdijk. Estábamos cachondos. El cerebro a tope de sangre. Bum‚ bum la sangre por las venas. Preparados para echar un polvo de los que uno va a recordar de por vida o para romper una ventana del museo del Prado y colarnos a ver a Goya.
En mi esfuerzo por ser democrático dije a los pibes: ¿qué hacemos? ¿Vamos de putas a echar uno de esos polvos que uno luego recordará toda su vida o nos metemos al museo del Prado por la ventana?
Por nosotros‚ mejor vamos a Disneyworld‚ sueltan.
Y yo le digo al taxista‚ que está fuera de casa Manolo esperando: venga‚ tiremos para el museo del Prado que queda aquí a la vuelta.
Y ya en el taxi‚ el chaval de seis años‚ larga: cómo mola hablar con el alemán este. Es lo contrario a hablar contigo.
¡Qué faltón me salió el muy capullo! Y yo que a los niños ya he decidido no golpearlos más‚ joder. Y mira cómo me provocan los muy hijos de puta. Y yo les hablo de mi misión educativa y que cada uno da para lo que da.
Sloterdijk les habla de las macroesferas‚ de las microesferas y de una nueva interpretación de Heidegger y yo los llevo a la cancha‚ joder. A ver perder otro domingo al Atlético de Madrid. Cada cual da para lo que da. Y en el campo del Atlético se aprenden muchas cosas. La filosofía nihilista y la estoica‚ por ejemplo.
Y si la naturaleza y la vida te han dado algo de sentido del humor‚ puede que siendo socio del Atlético de Madrid desarrolles una capacidad asombrosa para el pensar Cínico‚ que no es tontería. Lo digo siempre: Diógenes era colchonero.
Vamos a dejar al nazi este en el Palace y vamos a ir al Prado. Con la mochila a tope de droga‚ bocatas de tortilla y birra y Macallan. Y piedras para romper las ventanas. Y la sangre haciendo Bum Bum. Una fiesta.

RODRIGO GARCIA

1.4.08

Celine Secret (fragmento)


Louis y yo llegamos a Copenhague el 27 de marzo de 1945. Dinamarca es el país más triste del mundo y está habitado por unos cerdos hipócritas. Mi sueño era ir a España. Llevaba en mí, sin haber ido nunca allí, su cultura, sus bailes y sus castañuelas, su belleza. No iré jamás a España y lo lamento. Nos instalamos en casa de la amiga de Louis, la bailarina Karen Marie Jensen, un pequeño departamento en el último piso y con vista a los canales. Allí, Louis se puso de nuevo a escribir y yo a bailar. Yo le daba clases a la sobrina de Goering, que estaba casada con el hijo de un rabino. Habíamos adoptado una nueva identidad: Louis Courtial y Lucie Jensen. La noche del 17 de diciembre de 1945, unos policías de civil nos vinieron a arrestar. Ya he contado infinitas veces cómo, enloquecidos, intentamos huir por los tejados con Bébert. Pensábamos que unos comunistas habían venido a asesinarnos y Louis tenía incluso una pistola para defenderse y una dosis de cianuro para matarse. Después de haber descubierto las cánulas y las perillas de goma que Céline empleaba para tratar su amibiasis, la policía, sospechando algún negocio abortivo, nos condujo a la prisión. Siendo extranjera, me tomaron por una espía y me tuvieron diez días en el mismo calabozo que una criminal que había asesinado a su esposo y ocultado su dinero. Todos los días me daban inyecciones para curar una eventual tuberculosis. De inmediato creí que Louis había muerto. Sólo más tarde supe que estaba vivo, gracias a una enfermera que hablaba francés y trabajaba a la vez con los hombres. Recuerdo que el novio de esta mujer había partido a Rusia en la división Carolingia, para combatir el comunismo. Lo mataron como a tantos otros y metieron su cuerpo dentro de una bolsa de papas, de pie hasta que cayese y se partiera el cráneo. Me liberaron el 28 de diciembre pero tuve que esperar seis meses para poder cartearme con Louis. Entre tanto, hice tres intentos de suicidio. Nunca se lo dije a Céline, pero estaba sola, absolutamente sola en un país extranjero donde no entendía el idioma. Louis me había prohibido pronunciar una sola palabra en danés, excepción hecha de broad (pan). Su amor por el francés no toleraba ninguna transacción. Tres veces quise matarme, tres veces tomé una gran cantidad de comprimidos, tres veces fracasé. Muy al principio nos comunicábamos clandestinamente, a través de unos breves mensajes garabateados en hojas de papel higiénico. Después pudimos escribirnos por intermedio de Mikkelssen, el abogado de Louis. Hoy releo esas cartas y me resultan muy alejadas de la realidad. Era atroz y normal a la vez. Yo no comía nada, me desmayaba sin cesar, escupía sangre. Cuando iba a ver a Louis, llevaba siempre escondido en un bolso a Bébert, con su pequeño moño de nudo mariposa. No se movía y recién a último momento tendía una patita. Bébert nos salvó la vida. Era como si viviésemos el descenso a los Infiernos de Dante. De haber estado sola en mi habitación, me habría dejado morir. No habría realimentado sin cesar mi estufa a leña, para que diese calor, de no haber deseado que mi gato viviera. El nos proporcionaba un corazón que latía. Sé que, para algunos, es sorprendente que Céline colocase a Bébert a la misma altura que a mí. No podía ser de otra forma: él era todo un personaje por sí solo. En la prisión, torturaban moralmente a Louis: la tortura de la esperanza. Muchas veces le hicieron creer que estaba libre. Lo vestían, lo metían en una furgoneta y a último momento lo conducían de regreso a la cárcel: era inhumano. También le decían: "Hoy vas a ser fusilado". Era un martirio. No podía hacerse todas las mañanas las lavativas calientes que necesitaba debido a su amibiasis. Perdió veinte kilos y, en muchas oportunidades, debieron internarlo en el hospital de la prisión. Yo iba a visitarlo a la sala común. Cuando un paciente moría detrás de su biombo, él hacía sonar una campana diminuta para que viniesen a llevarse el muerto. Le faltaba el aire. Yo le tejía medias y guantes a escondidas porque, si no, Louis nunca los habría aceptado. Siempre se había negado a que yo hiciese la cocina o la limpieza. En Meudon, comíamos los guisos infectos que él preparaba. Pero, en cuanto a las tareas de limpieza, no bien Marcel Aymé le decía que alguien debía ocuparse de ellas, él respondía: "Sí, tu mujer, no la mía". Fue en Navidad cuando nuestra vida basculó. Cada año, desde entonces, revivo para esa fecha las mismas atrocidades. Cada año, llega Navidad y caigo enferma. Céline estuvo preso del 17 de diciembre de 1946 al 24 de junio de 1947. Al final, todo se hacía tan largo que acudí al Ministro de Justicia y éste, consultando su legajo, vio que el único motivo de inculpación era la obra Les beaux draps, escrita en 1939 y publicada en 1940. El ministro pasó la noche entera leyéndola y por la mañana hizo un llamado: "El legajo está limpio, no hay nada". Una hora más tarde había frente a mi puerta una limusina,con Louis dentro de ella.

Lucette Destouches y Véronique Robert
”Céline secret”
Grasset, Paris, 2001

24.2.08

Naturaleza muerta con personaje

1.
Cuando comprendió que estaba definitivamente harto compró, sin saber para qué, una maceta. Desaliñado y macilento, con el pelo greñudo y un cigarrillo en la boca pastosa de resaca, principiando el mes de septiembre, a primeras horas de la mañana de un martes o un miércoles bajó por la Alameda Vieja, cruzó la plaza ante la gravedad visionaria y tribunicia de la estatua excretada del héroe de turno, miró de reojo en el quiosco de prensa los periódicos chorreando mentiras, aprovechó que pasaba junto al estanque de peces anaranjados y atónitos para alimentarlos generosamente escupiéndoles un salivazo jugoso, tomó la primera calle a la izquierda, la siguió cabizbajo como sigue un sabueso el rastro, amenazó con sus ochenta kilos a una paloma que se apartó precavida y garbosa de su bota del cuarenta y cinco. En la entrada del mercado municipal, mojando el asfalto a manguerazos, una brigada con chaquetas fluorescentes del servicio de limpieza parecía esforzarse, con un ímpetu insólito, en quitarle las legañas a una ciudad que se desperezaba tras soñar con el día que podría devorar sabrosas riadas de gentes por bocas amplias e inauguradas de metro. Y como siempre que se acercaba mañaneando por allí se encontró con el esquinero cadavérico de los cupones salmodiando el número venturoso, con el negrito que vendía baratijas y gafas y parloteando chanzas fundaba jubilosamente los supuestos y palmeables amigos que le barateaban el género, con la clavelera calé de ojos calculadores que también leía la mano y predecía, dependiendo de los billetes untados, herencias fastuosas o desastres ineludibles, con el mendigo guiñaposo de habitual expresión desvalida que alargaba la mano pordioseando la dadivosa ayuda de un céntimo o un lacasito, con el mismo guardia de jeta de asno y su manoseada libreta de multas que, enjaezado de azul y gorra, velaba con maniaca observancia por el cumplimiento puntual de la ley y rebuznaba los buenos días a diestro y siniestro, casi como lo diría una máquina expendedora de cumplidos. Sus buenos días, gracias, estuvo a punto de decirle con voz grave y una urbanidad mecánica. A esa hora había poca gente haciendo la compra o robando o engañando por lo que pudo acercarse al puesto de flores sin tropezar con nadie ni apartarse ni pedir perdón con fastidio y un susurro por haberle, por ejemplo, aplastado el juanete a cualquier cristianísima y mojigata señora recién salida a pasitos presurosos de la misa matutina, siempre temerosa de toparse con el sirlero que la desjoyara de la medalla devota y ostentosa del cuello o con el consabido niñato de aparatosa lengua rollinstoniana. Se quedó ojeando las macetas, los cactus agrupados que disimulaban a la espera de un dedo despistado, un bonsái solitario que parecía agazapado, rencoroso y con indudable aspecto de estar maquinando algo. Correr, huir, acudir a trompicones a la oficina de correos más próxima con un sello pegado en la frente y expresión de postal para que te matasellen la cabeza y envíen urgentemente al quinto demonio, pensó, mirándolo fascinado, sonriendo un poco. Justo al lado, en la siguiente tiendecilla, detrás de un fulano tripón que con una carretilla volcada recogía del suelo verduras y se cagaba grandilocuentemente en la hostia, la puestera de una anciana envuelta en riguroso luto colgaba con pinzas de secar la ropa, en una especie de tendedero, varios sostenes como serones de jumentos y algunas bragas disparatadas dignas del sexshop más delirante, esperando endilgar, mientras hacía tintinear la caja registradora del bolsillo de su delantal, los primeros a rollizas señoras de muslos rubensianos y mamas desbordantes y las segundas a cuarentonas enrubiadas, desesperadamente envueltas aún en celofán y, hartas de morar en el esperanzorio de que le ensortijaran para siempre un dedo, decididamente en pos de experiencias libidinosas con el tamagochi amoroso del cajón de la mesa de la cocina. Sacó un nuevo cigarrillo y tras encogerse de hombros estuvo por preguntarle al floristero de papada fofa de pelícano, quinielista obstinado y padre ejemplar de dos criaturas igualitas, qué tipo de planta o arbusto enano era capaz de aguantar viviendo durante los días y las noches de la abulia y el tedio, todas las horas del abandono que se arremolinan como hojas caídas y terminaban por desear putrefactarse en el rincón más próximo. Pero prudentemente se limitó a encogerse otra vez de hombros y tras pagar algunos euros al pescozudo por el vegetal con un par -le pareció- de sonrientes pulgones y peor apariencia y con él en una mano, haciendo el tallo vaivenes y sin flores, volvió sobre sus pasos para cruzar otra vez la ciudad ya en ebullición y entrar a una taberna a tomar un coñac como desayuno con las últimas monedas que le quedaban. El camarero patilludo, con los orificios nasales atascados por matas oscuras de pelos, con un tatuaje basto -amor de madre- de legionario en el antebrazo y manando sudor por todos los poros de la cara se asfixiaba reponiendo tacañamente el serrín del suelo, alfombrándolo para los escupitajos contundentes y las flemas como claras de huevo de los borrachos que cual babosas se acercarían arrastrándose para darle al morapio y que harían sonar como siempre sus gargantas broncas en un singular concierto de esgarros. Se apoyó en el mostrador de zinc, justo al lado de un gañán barbado y fornido con una cicatriz patibularia en la cara atezada que ante un botellín de cerveza liaba un pitillo con dedos rudos de labriego, miraba de soslayo a la concurrencia y haciendo bailar un mondadientes entre los labios parecía estar esperando que alguien le pidiera la hora para partirle la boca inmediatamente, más allá oyó a un par de alcoholizados muertos de hambre discutir acaloradamente con voces estentóreas sobre fútbol, sobre lo que ganaba el Ronaldo, mientras aparentaban hacer tiempo para gañotear chisguetes, para que algún cabrón apareciera y se encartara y los invitara a abrevar el segundo chato antes de comenzar el vinolento y diario vía crucis por las tascuchas inmundas con olor a zotal y deudas de vicios escritas con tiza, oyó el guirigay de un jilguero enjaulado despepitándose con un afán acongojante entre la foto de una cabra cuartelera y turulata y el orlado escudo del Betis y al presentador endomingado de la tele, en un noticiario especial, referir impertérrito a la nación que, a pesar de los esfuerzos y las sesudas cavilaciones de eminentes investigadores, médicos y científicos, la estupidez del presidente del gobierno se consideraba por completo inmedicable. Un tipo con cara de cartón y chola despeluchada, desgraciado de nacimiento, agarrado a un vaso de anís o aguardiente o alcohol de farmacia como a un timón roto y con indudable aspecto de estar ya achispado y de andar capeando un temporal tremendo observaba con pupilas afligidas e impasible resignación las lucecitas rutilantes de una maquina tragaperras como si pasara revista al desfile esperpéntico y flébil de los disgustos, los temores, las desdichas y las penurias y a su lado, en una mesa, unos desocupados, con gran dispendio de palabras soeces y denuestos bíblicos jugaban a las cartas, mirando de vez en cuando con hocicos salivosos, entre envidos y tragos de aguachirle, hacia el vaivén cular de las grupas espléndidas de las comadres que pasaba por la puerta arrastrando el carrito de la compra o remolcando un caniche chalecudo que alzaba la pata como en un ejercicio altivo de ballet y lo olfateaba todo con una atención irritante y minuciosa, sin ánimo ninguno para requebrarlas, esperando con borreguez que de puro milagro divino les tocara la lotería que no echaban o que los llamara el INEM misericordioso para colocarlos a trabajar de dummy, sustituyendo a los muñecos malparados e irrecuperables en las pruebas de airbag de los automóviles. Aburrido, entre buche y buche se permitió un festín memorable para el estómago engullendo como un pollo bulímico el plato de altramuces salados que le despachó con pachorra el mozo pánfilo y para los ojos, mirando carnivoroso las carnes rosadas y exuberantes de la imponente y despelotada hembra del almanaque del Interviú que, casi a tamaño natural, ladeaba la cabeza como una cacatúa lujuriosa y ante la cual se abismaban los pazguatos de los parroquianos, guiñando, como si quisieran pellizcarle las nalgas con la vista, extasiadas órbitas de pasmo, estrelló sin contemplaciones antes de salir - los muertos de tu padre, leyó, pedagógicamente escrito a lápiz, en la pared de un WC hediondo donde prosperaban ufanos los microbios mientras con apremio y apuros de incontinencias de anciano luchaba con la cremallera del pantalón hasta partirla - un alivioso chorro de orín en un meadero duchampiano, se encaminó por fin hacia la plaza de la estatua del prohombre con su marcialidad pétrea y galones de diarrea columbina para, compasivo y obsequioso, reponer con un nuevo lapo el condumio a los peces, pasó junto a un vejestorio ensombrerado y decrépito, casi en estado de descomposición, que con ociosidad y cachaza, envuelto en una nevada de plumas, sembraba ceremoniosamente el pavimento del maíz que sacaba de una bolsita, anduvo paralelo a la furgona de los maderos que, pesquisando y suponiendo cosas en su interior, rodaba sobre los músculos en tensión de los neumáticos con la lentitud y el sigilo olisqueador de los carnívoros al acecho, bordeó el abandonado templete de principios de siglo donde, en la espera perpetua de atacar aparatosamente una marcha guerrera o un pasodoble fantástico, los espectros musicantes de la extinta banda municipal, entre palomas aleteando como partituras aventadas y tarareos del repertorio, debían de estar añorando los aplausos dominicales de los paseantes amenizados, contempló con el paso de un autobús escolar la exposición itinerante de docenas de narices cándidas y aplastadas en los cristales, vio cómo se le acercaba un tipo con sonrisa de ratón Mickey para ponerle una pegatina o un lazo en la solapa de la chupa y lo dejó atrás, con la hucha pedigüeña en ristre, paralizado instantáneamente en su cuestación por su fulminante mirada de fastidio y sin más incidencias dignas de mencionar llegó por fin a su cuartucho, tampoco era cuestión de despearse, a última hora de la mañana, desbraguetado, medio aireando el glande ruboroso, cansado como nunca del sol ya tajante que se le encaramaba en la espalda y de las bandadas sigilosas de nubes algodonosas que migraban por un cielo arañado por reactores lejanos. Decidió abrir el ventanal y poner la planta en el balcón al que nunca se asomaba y se dejó caer en la silla, a mirarla con indolencia. Y así, solo, con las manos en las rodillas pensó, sin solemnidad, que a la vista de cualquiera estaba o podía estar, por ejemplo, empollando recuerdos o esperando que sucediera algo o le diera cualquier cosa, pongamos que una llamada en la puerta de Laetia Casta in púribus con seis litros de champagne Dom Perignon, dos copas y cuarenta y tres cajas de preservativos o algo más impepinablemente funesto como un repentino ataque al corazón inerme. No se carcajeo de él nadie, ni siquiera su fantasma particular, también ayudante de cámara en sus habituales trances de acentuada beodez e incluso le pareció que la luz de la tarde hacía un esfuerzo sobrehumano para dignificar la nada y se alzaba, realzando su intensidad y colándose como una sabandija desvergonzada y rauda. Y también el silencio y un insecto trompudo y bobo aprobaron su intención, su vago abandono. Únicamente la silla de madera se quejó de algo u opinó, crujiendo bajo su peso, pero él se acomodó mejor como haciéndole entender que no tendría una respuesta inmediata o concreta. No pensó en ningún momento que se estaba volviendo rematadamente idiota o loco. Cuando apenas veía y se dio cuenta de que no sabía qué hacer con la noche que presenciaba encendió la bombilla bulbosa y de luz deprimente que pendía, como ahorcada del techo, de un cable trenzado y sucio donde las moscas pegaban sus cientos de huevos, se frotaban con agrado las patas o se solazaban en coitos quedos, buscó el único vaso que tenía y fue abajo, al grifo del patio, a por agua y tras subir de nuevos los escalones quejumbrosos de madera y como siempre contar los peldaños y comprobar aliviado que no faltaba ninguno, con aire bovino volvió al balcón, oyó el cricrí machacón de un grillo cualquiera, encontró a una salamanquesa tomando el aire regiamente en la pared, se apostó junto a ella, como si la hubiera llamado a consultas o estuviera pastoreándola discretamente, le comentó un poco cómo de espantoso había vuelto a ser el día, regó por fin el tiesto atormentado mientras le parecía que el viento que empezaba a levantarse amenazaba sin clemencia con tronchar los brotes, las hojas, las ramas tan delicadas.


2.
En la estancia, el sol garrafal entraba sólo para derramarse sobre dos baldosas y casi media de otra en un suelo arlequinado que semejaba un tablero inhóspito de ajedrez y que de tanto roce de suelas o pies artríticos aparecía deslucido, gastado, con cráteres diminutos y arena o porquería entre las juntas. Por debajo de la puerta entraba una caravana de hormigas cejijuntas que siguiendo la pared llevaban meses atareadas en trasladar a mordiscos un cropán abierto y olvidado bajo el ropero, entre pelusas y junto a un gayumbo con su correspondiente palomino fosilizado. De lado, tendido sobre las sábanas sucias en una desgana soñolienta de león sarnoso de circo, veía la claridad desplazándose perezosa en el terrazo geométrico mientras los bostezos se apoderaban de su boca, sintiendo perfectamente, a la vez, el tenue movimiento de rotación del planeta inmundo. A pesar del cerumen, aguzando las orejas como una liebre en alerta oía los trocitos o láminas de cal que caían despeñándose aterrados desde los desconchados de la pared, el galope o trote cochinero de algún ratón a la zaga desesperada de una migaja de pan o de una tajada microscópica de epidermis, el ruido de las muelas de las polillas masticando, papeando con glotonería la madera podrida. Junto a la cama había una botella mediada de whisky barato, otra de guerrouane marroquí, souvenir de sus tiempos de culero, algo de zumo de uva, medio bocadillo, un cenicero de Cinzano atestado de colillas. En la pared de enfrente, una guitarra que zangarreaba a veces, una hornilla a butano, un radiocasette con una cinta de los Burning sonando, un lavabo donde limpiaba los pinceles y meaba a veces poniéndose de puntillas, algunos lienzos y dibujos en un rincón que en sus brutales noches etílicas, bajo la indulgencia del alcohol, contemplaba risueño cómo críticas bestias deformes y de sonrisa malévola estimaban encorvados hacia ellos, con las manos a la espalda, el tamaño del ridículo y los trazos evidentes del fracaso, algunas botellas con mensajes caducados y sin mar, un espejo descalabrado, al fin, con manchas de moho al que evitaba asomarse para no tener que contemplar su cara tanatoide. Sabía muy bien que andaba demacrado, que había envejecido durante un tiempo más años, muchos más, de los que habían pasado o intentado pasar, que debía tener la misma expresión incrédula de los conejos deslumbrados un segundo antes de dejarse despanzurrar en medio de la carretera. De la calle se elevaba el fragor demencial de las bocinas y los cláxones compitiendo en decibelios y tonos; el gañido de algún chucho errabundo de ojos acorderados, pateado a chutazos por la gente, por puro gusto, como una pelota de nadie; los grititos admirados de las colegialas que corrían tras salirles inopinadamente los pechos como accionados por la acción súbita de muelles o resortes; la hilaridad incontenible de las risotadas cacareantes o corsarias de los muertitos recién espichados que trajinantes coches fúnebres sin coronas ni séquito transportaban aceleradamente y con sofocación, saltándose semáforos, para enterrarlos de una puta vez ante la rechifla de bienvenida de los cráneos tunantes del osario y para terminar cebando con altruismo un pálido despiporre de gusanos. Por otra parte, más cercana y sufrible, en el piso de al lado, en la radio a todo volumen la Pantoja se desgañitaba por el amor a un tipo toricida y corneado, tapando en lo posible, cómplice del fornicidio, el rechinar del somier de la lumiasca estrábica que, tras empomparse, era furibundamente cabalgada bajo el crucifijo cubierto por una enagua mientras trataba, indiferente, canturreando el tiritritran, que no se le arruinara la argamasa por fraguar del maquillaje barato que le repellaba la cara. Y entre todo aquello estaba él, contando las moscas que revoloteaban por el techo y que atacaba catapultando con el índice y el pulgar bolitas de miga o pasándole la mano al pasado como a un frío gato de porcelana. Miró la hora y le pareció ver el segundero girando furioso, dando vueltas inútiles como una peonza. “El tiempo no existe”, balbuceó como si leyera las palabras en una pancarta. Cerró los ojos y se imaginó saliendo a la calle cargado de explosivos y sentándose seriamente en un banco de una plaza solitaria bajo una lluvia tremenda. Pero ¿dónde encontraría explosivos?, se preguntó casi con auténtica curiosidad. Pensó en zulos abarrotados de goma-2 bajo la tierra de algún monte abrupto y verde, siempre fragante, pensó en los dibujos animados del Coyote, en los cartuchos de TNT de la marca ACME, en el bip bip del infatigable y repelente Correcaminos, en las canteras almerienses que bastantes años atrás había visto en su incongruente viaje hacia un pueblo cuyo nombre lo decía absolutamente todo: Fines. ¿Y la lluvia? Miró hacia el balcón, afuera únicamente había otra vez un cielo en llamas, un sol tenaz y despiadado que debía estar doblando hasta los semáforos, torciéndolos hacia el suelo en flexiones de plastilina o blandiblú. Lastima que estemos tan lejos de una buena falla sísmica, de un tsunami de 600 metros de altura, del Argameddon de los cojones o de la zarpa de un monstruo sin monsergas que haga sonar el globo terráqueo como un sonajero o de poder perpetrar personalmente, cual humilde instrumentista, un contundente recital para Kalasnikov y carcajada, pensó haciendo que un gargajo rabioso, tras acarrearlo hacia la boca, cruzara desmelenado toda la habitación para adosarse al espejo, resbalar lentamente por él y quedar finalmente colgando como una araña inocente y diáfana. Con los ojos muy abiertos, como si discerniera encandilado o con asombro, empezó entonces a fantasear, perdiéndose por los vericuetos del delirio, con la irrealidad ebria que rompía a brotar en la murria de su cabeza, abonada por el extraordinario estiércol de los recuerdos que se pudrían tras la lenta agonía de la memoria. Y en el balcón, la planta ya sin lozanía, mustia, chuchurriéndose, con el glauco en atenuación.


3.
No se sabe por qué nunca le dieron un limpión a los cristales del ventanal que de puro empañados de suciedad impedían una vista de mujeres derrengadas por churumbeles y tundas que, cargando barreños, comadreaban a gritos en azoteas donde tendían en alambres la colada y algún oso viejo de peluche, sujeto por el rabo o las orejas, de patios exiguos y umbríos con geranios esmirriados en latas de pinturas y lebrillos y bicicletas rotas, de cornisas con mechones de jaramagos, de antenas como extraños esqueletos mondados que conformaban una arboladura varada e inútil o de ángeles de alas estropeadas trepados a canalones y tejados de bodegas, ni se encaló con esmero o desgana las paredes arrugadas y celulíticas donde iban apareciendo grietas y manchas de abandono y humedad y cuyas formas estudiaba como un indescifrable mapa del tesoro, como anómalas nubes de albañilería a las que le designaba similitudes plausibles, paredes donde permanecían clavadas viejas alcayatas que quizás soportaron estampas de cristos sufrientes o sangrantes corazones de Jesús de huéspedes obsecuentes y píos, incongruentes láminas de solitarios, nevados y remotos paisajes invernales en las cuales faltaban tras los árboles las napias fisgonas de los alces perplejos, fotos de boda con marcos baratos y caras estupefactas y desarmadas por el envite repentino e instantáneo del flash o el fogonazo de magnesio. Alquilaba la habitación por poco dinero y la casera alitósica, de bigote a lo Cantinflas e hijo zangón y tarambana jamás se olvidaba de dar, con una codicia envuelta en calculada sutileza, tres golpecitos suaves y espaciados, siempre tres, en su puerta, apareciendo puntualmente, como un espantajo en bata junto a la perra vieja de ojos desconsolados y pulgas rampantes que se le pegajoseaba sobre las babuchas de pompón en el empeine, a las once y cuarto de la mañana, a finales de mes, los días de pago. Como tampoco olvidaba regalarle un trozo de piñonate casero envuelto en papel marrón de estraza y un inusitado almanaque de la Muy Ilustre y Fervorosísima Hermandad de la Santa Oración, todas las Navidades, todos los años, el 6 de Enero. En el cogollo del lumperío, aquel edificio de fachada leprosa olía a todas horas a comistrajos, a pies, a palanganas de agua sucia y a achaques y suspiros adobados y vertiginosos que caían y e iban rebotando en los escalones hasta partirse en el rellano del portal bajo los vetustos contadores eléctricos y los buzones desvencijados y que esparcían entonces como confetis el tufo de la edad, del tiempo estropeado, como si fueran huevos podridos. No se sabe cómo llego a vararse en aquel sumidero insalubre donde habían recalado, viviendo de matute, parejas asqueadas y verracas siempre incansablemente enzarzadas en insultos y golpes; viejos huraños y aún sin diñar que, desdentados, chupeteando piztolines, se pasaban las horas pegados con sigilo a la mirilla de unas puertas a las que nadie llamaba nunca, ni siquiera testigos de Jehová o vendedores optimistas de enciclopedias y junto a las cuales se dedicaban a veces a toser durante horas o días o semanas enteras; malencarados y ojerosos macarras de bardeo fácil en concubinato con cualquier adefesio o pendona zombificada y cariacontecida, de largas uñas falsas pintadas con titanlux, musgo o verdín en los párpados y pestañas con rimel de alquitrán, gente, en suma, abollada y cubierta con la pátina imborrable y gris que da la intemperie de la vida. Se había instalado allí, años atrás, de manera provisional según le aseguró a la casera cuando llegó una tarde desabrida, con su boina y su perilla, en busca de un refugio donde cobijarse de la tormenta de estrecheces pecuniarias que, sin atenuación, no dejó de arreciar ni un minuto, ni un instante y siguió haciéndolo pertinazmente hasta que resignado dejó de tenerse en cuenta y se abandonó a la deriva, oxidándose progresivamente en el limo asqueroso de aquella poza como un tornillo. Tras andar preguntando por los alrededores supo de la pieza por un aparcacoches zarrapastroso de la zona, al que la víspera, en gajes propios del oficio y entre otros desperfectos corporales le habían amoratado vistosamente un ojo y aporreado el morro en riñas de territorio y que desde las almenas de los dientes verdosos que le quedaban, entre vaharadas de ginebra le cuchicheó, apuntando calle arriba con la postilla del mentón dolorido, que a un jubilado andarín del edificio de la Juana, un soponcio de categoría le obligó, en plena calle y después de retorcerse y boquear y bracear un buen rato en el suelo como pidiendo auxilio o público, a mudarse enseguida, con las manos sobre el ombligo, a un hoyo angosto bajo un angelito barato de escayola sin pintar y tres crisantemos de plástico que le colocaron encima un par de conocidos, pobre hombre. Y la pelambrera sobre la boca podrida de la casera, delante de la pinta y las ínfulas de artista del nuevo candidato a inquilino, se erizaba de emoción mientras tratando de aposentarlo y sin parar de rascarse la cabeza como una mona nerviosa le refería, sacándole conversación, ignorando la caspa que caía sobre sus hombros con una soltura otoñal, con encomio y generoso derroche de ademanes y paripés de condolencia el tan luctuoso y reciente óbito del buen señor infartado y, por supuesto, las múltiples excelencias de la casa, que incluía aparte de su privilegiado enclave y la módica renta, a la maricona pinturera y de chulo entrullado, idéntica a una jirafa escuálida con larguísimas pestañas de carnaval que tenía su apostadero, dentro del putódromo de la calle, justo en la entrada de la casa, la que zancajosa y ajumada iba a veces contoneándose por la acera arriba y abajo, fumando Mores, arrastrando la estola alopécica y chillona, haciendo eses como si estuviera por sortear la guarrería de la bacinilla vaciada sin mirar, tras mear en ella como mulas, por parientas embutidas en combinaciones ceñidas a punto de estallarle las costuras o el armario de la mudanza que, sirviéndose de la ley de la gravedad, le desbaratara o desgraciara, entre otras cosas, el peinado de fantasía, la que sonreía carnívoramente y como un cebo grotesco, emprendedora, sacaba con lascivia la lengua a los viandantes o gesticulaba mohines de conejo y que por un precio especial o algo de farlopa de talco le hacía mañosa una felación contundente y rápida tras el portón herrumbroso, en la penumbra acucarachada, a los vecinos del inmueble, evidentemente con las mismas sulfúricas consecuencias para el miembro viril que si la hiciera el salivoso monstruo de Alien. La cosa es que chalanearon la mensualidad con destreza de tratantes de matalones con moscardas y al final la morsa, mojando avarienta el índice en el belfo inferior, se fue contando los billetes con oculares globosos de usurera, ocultándolos entre la flanilidad de sus tetas, buscando el abanico de propaganda electoral y el poyo de la mecedora antigua desde donde, repantigada, exhalando como una chimenea los efluvios de la combustión de los detritos en sus muelas cariadas, mostrando la pradera de pelos sin guadañar de sus piernas varicosas, pupileaba su finca y arbitraba los carretones locos de los gatos tiñosos detrás de peripécicos roedores de dibujos animados, asistiendo impasible al espectáculo abyecto de la malandanza y la pobretería, pasando las horas muertas comulgando galletas Fontaneda para engordar el sarro, ojeando una pila de fotonovelas o espadachineando junto a madejas fofas las agujas del crochet. No se sabe tampoco cómo se convirtió en un remedo de aquellos “tumbaos”, los jornaleros del campo que un buen día volvían de la extenuante jornada y entraban en casa, no saludaban a nadie y sin detenerse, con determinación y parsimonia de acémila, se dirigían inmediatamente a la alcoba marital, a la cama donde se acostaban vestidos y sin dar ninguna explicación -nadie se la pedía tampoco porque sabían lo que estaba pasando- no se movían en varias semanas de no hablar sino refunfuñando o con monosílabos concluyentes, de comer los platos que la mujer le preparaba con resignación mineral y lo mejor de la alacena, de fumar un Celtas sin boquilla tras otro -no debía faltarle en ningún momento tabaco ni el orinal vaciado- mirando ceñudos el techo. Hasta que un día se levantaban y tal como habían entrado, hoscos, sin decir una palabra, salían de la casa, cogían la azada y volvían al campo con el canasto aviado de nuevo. El caso es que una mañana determinó al despertarse que se iba a quedar allí, emboscado contra el mundo en el echadero del catre, que ya no había nada al otro lado de las horas o los días. Juró también por sus muy amojamados muertos que no bajaría más al figón de la esquina a chiclear, con los belfos atascados, un filete enorme del primer bicharraco que tuvieron a mano para asesinarlo, albóndigas de egagropilas o croquetas congeladas desde la era glacial y que los doce cigarrillos que tenía encima de la mesa de noche y las cerillas le tendrían que durar siempre, el resto de la vida. Tampoco limpiaría más platos por un par de billetes y algo de pitanza cuando a veces le echaba una mano al dueño del bar maloliente en la cual una amplia manada de infelices, en la pesebrera de un comedor donde rondaban por el aire un enjambre de moscas, pastaban sin remilgos el forraje de la manduca sobre mesas de fórmica con gastados manteles de hule, casi en penumbra para, entre carraspeos por las raspas del pescado podrido clavadas como flechas de indios en la garganta, eructos de gaseosa ida y entre rebañamiento de platos con mendrugos y hurgamiento de molares con palillos usados, no ver ni los pelos que estaban mandando también a las tripas ni los deshechos mentales que aparecían flotando sobre las cabezas cercanas en los globitos de tebeo de sus traumas. Allí, además de enjuagar la vajilla descascarillada ayudaba a la cocinera rezongona, que lloraba a mares despelucando y cortando cebollas, a pelar patatas arrugadas o preparar lacias ensaladas reforzando el condimento con las gotas de sudor que caían de su nariz, mamaba con pericia de ternero dipsómano de la espita del barril de amontillado cuando el jefe, siempre con una colilla apagada en la comisura de una mueca, se embobaba ante la tele mientras se acariciaba con ostentación y placenteramente las pelotas bajo un ventilador que en vez de mitigar el bochorno revolvía el aire casi a manotazos y apartaba del techo a los mosquitos que se solazaban vaciando de sangre a los presentes con la pajita curiosa de sus trompas. A la mierda todo. Lejos se oía el ladrido colérico de un can indignado y como todas las tardes, pespunteándole las sienes, el loco pedaleo de la anciana en el piso de arriba haciendo traquetear sin cesar una Singer antediluviana con, probablemente, la expresión cenicienta de una foca, encerrada en un cuartucho con muebles apolillados, fotos de finados y rodeada, entre comprimidos, cápsulas, gotas y prospectos, por dieciséis o diecisiete vírgenes distintas encaramadas en peanas de yeso sobre una mesa camilla con paño de encaje, una cajita con las cenizas de su marido y un vaso de agua amarillenta y bendita donde la dentadura postiza de este, castañeando, bisbiseaba oraciones al infalible San Picio, trabajándoselo para que lo más pronto posible el barrio entero con su despelote de pecados ardiera como Sodoma y Gomorra y de paso, para que la vieja cheposa, cuando estirara virtuosamente la pata, fuera directamente al cielo como un cohete. Se tapó la cabeza con una sabana gastada, robada a la RENFE en un tiempo remoto y deambulante y se dedicó embelesado, sudando, sin pensar en nada, a contar brincos de ovejas, a custodiar pacientemente el paso de los minutos o a acabar con ellos como un camaleón cronófago, como si los segundos salieran como pompas de jabón, uno tras otro y los pudiera explotar imaginaria y entretenidamente con el matasuegras instantáneo de su lengua. Se acordó entonces que la vieja tragasantos los domingos y fiestas de guardar dejaba a un lado el costureo velocipedista y le daba todo el volumen a la radio tras sintonizar el primer sermón que apareciera en el dial y siempre la imaginaba, medio sorda, sentada encima de un cojín bordado, agarrada al rosario sobre el regazo, medio drogada de medicamentos, pegando la oreja al transistor japonés como si intentar ponerse al alcance, entre interferencias y latinajos, de los balidos engolados de la homilía del cura y de la saliva litúrgica que, postrada ante el aparato, la salpicara pingándola o hisopándole al menos el rodete que le recogía el pelo grisáceo, cerrando los ojos en una especie de trance místico para absorber mejor la retrasmisión en directo de la perorata a la grey, durmiéndose con la nana bisbiseada de sus rezos y roncando por fin en un santiamén -nunca mejor dicho- antes de que le diera tiempo a persignarse pasando por delante de la cara arrugada un manojo de dedos temblorosos. “Dormir, dormir para despertar como Gregorio Samsa, convertido en un bicho monstruoso”, pensó. Y al otro lado de la cama, un cielo rojizo surcado raudamente por los últimos vencejos que demoraban su viaje a tierras cálidas, la tarde agonizando como acuchillada hasta morir a los pies de otra noche, el balcón como una gran boca abierta bastante satisfecho de enmarcarla, la maceta con la planta consumida y amarillenta, llena de hierbajos hirsutos y bravíos sobre los cuales un saltamontes se solazaba con dos deliciosos pulgones en la barriga.


4.
Porque no hay remedio, retrocede, combate hacia atrás corazón mío, rumió somnoliento y patético, recordando vagamente una cita, un verso de váyanse ustedes en tropel, todos nosotros, yo mismo trastabillando a indagar de quién al muy transitado carajo. Afuera, el hocico del sol debía de estar asomando invariablemente por el este, contrito y vacilante, apesadumbrado de infligir a la humanidad un nuevo día. A través de la ventana se percibía una luz timorata, se oía la piada bucólica de un gorrión emplazando a sus congéneres para comenzar sobre la ciudad un nuevo bombardeo de líquidas deyecciones, el maullido lastimero y sin reposo de algún gato en hervores de procreación, algunas campanas lejanas que repicaban, el ulular insistente de una ambulancia o la zarabanda de algún licántropo montaraz y crápula que, con piruetas y cabriolas de saltimbanqui, tras la parranda noctívaga volvía querencioso a su escondrijo por una calle donde corría acera abajo el vigoroso y ácido orín de un borracho tientaparedes y donde un indigente escuchimizado, tras escarbar con un palo en la inmundicia de un tacho de basura, disputaba valientemente un alita de pollo sin roer envuelta en la monda en espiral de una naranja a una rata porfiada y hercúlea con encías de escualo y bíceps de culturista. Puede ser domingo o jueves, puede ser ningún día de la semana o un día nuevo, sin nombre aún, discurrió cerrando el ojo apenas abierto. En el suelo, una novela de Hammett, la botella vaciada de whisky, el tetrabrik de zumo biberoneado, algunos esputos como medusas varadas, un vómito líquido que se explayaba para enorme regocijo del rebaño de bichejos que, interesadísimos, lo iban libando primero con recelo, como indagando o catando el alimento y luego con el creciente entusiasmo del que gozoso disfruta de un picnic gratuito. Debajo de la cama, aureolado en negro por su agujero, una cría de ratón, como una indecisa crisálida asomada en el capullo horadado, parpadeaba de terror ante su primera ojeada al mundo. Al final, el the end, los murmullos y el palique lo pondrán desde fuera, cotorreando, el corrillo del marujeo o los supuestos amigos, que vienen a ser lo mismo, fingiendo preocupación ante la puerta golpeada insistentemente, ante la solicitud imperiosa del hacha de bombero o la coz del policía aburrado, ante la necesidad previsora y urgente de buscar una piara competente de plañideras o comprar en el todo a cien, para volcarme encima, una garrafa made in Taiwán de lágrimas convulsas de cocodrilo, ante un par de tipos ásperos con las manos en los bolsillos, despechugados e imperturbables, ante los niños agranujados con ojos expectantes de búho, rodillas despellejadas y churretes de regaliz que jugaban a practicar frenéticos cortes de manga, dirigiéndolos a una señal de tráfico, a la patulea de sus primos, a la hermanita con babero al cuello, a la procesión decreciente en altura de tres chuchos en fila india, a la odiosidad de sus padres hastiados, conjeturó, casi lúcido y mordaz. “Montar ahí fuera una barricada con la soledad ardiendo”, pensó empapado en sudor. La fiebre y un chirrido de frenos de tren en las sienes le alocaban la cabeza pero aún así logró incorporarse un poco, endeble y barbudo. Recordó entonces que, cansado de soportar los zumbidos y los sorbos en su piel de los mosquitos, casi como si chuparan cabezas gustosas de gambas o tuétanos sustanciosos se había levantado a media noche ensabanado y lleno de ronchas y apoyándose en la pared, inestable y cauteloso, como si temiera aplastar un cagajón y resbalar inmediatamente en él y partirse la crisma o caminara por un vagón tambaleante de ferrocarril, había salido fuera en busca del retrete comunitario que apestaba al fondo del pasillo en la solera de cochambre de su monocroma macedonia de heces. Se sentó en la taza gastada y sin fuerzas, tras armar un jaleo involuntario de pedos, dejó caer un cerote diminuto, dos, tres, varios más mientras la verga bravucona encañonaba por su cuenta a la noche y sentía el vértigo de la sangre circulando a escape por las venas y la cisterna no tenía cadena ni agua y había un cubo vacío y era todo el rato las cuatro de la mañana en aquel expreso nocturno e imaginario que cruzaba su tribulación y no iba a ningún sitio, recordó que andando como un pato aturdido volvió a la cama sin aparente alivio intestinal, con la frente incendiada y que durmió un poco y recordó también, sin asombro, que había soñado con una ciudad extraña donde las gentes se desmeollaban a golpes por quicios y esquinas, pringándolas de desperdiciados glóbulos rojos y donde llovía con regularidad chaparrones de diminutas calaveras blancas que se partían en el suelo con un crujir repelente y sordo de cáscaras de huevos hueros. Ensimismado hurgó con un dedo en el cenicero, casi como si este fuera una placentera nariz, buscando de nuevo una colilla apurable. La encontró y tras meterle fuego y darle una chupada ávida, tragó todo el humo que pudo como si estuviera por extraerle vigorizantes proteínas. “Portar una antorcha en alto y adentrarse en los pasadizos encharcados y penumbrosos, lleno de cadáveres olvidados y rostros turbios del corazón...”, volvió a pensar. Las tripas le increpaban y gruñían. Tanteando, consiguió abrir el cajón de la mesita de noche encontrada en un contenedor y tras sacar lo que había dentro y aprovechando el hambre empezó a masticar, como una cabra celulósica, los papeles garabateados de bocetos de dibujos y poemas que casi configuraban un manual singular de hechopolvismo, la tarjeta inútil y repulsiva del paro, el carné caducado de lector de la biblioteca municipal, la última fotografía salvada, aquella donde se ven abrazados en una playa invernal, ante olas airadas y graznidos de gaviotas o terodáctilos, aquella por donde tiempo atrás, ciego de ausencia, hacía pasear un dedo arrobado por su superficie lustrosa, un ticket de metro con el teléfono nerviosamente anotado el día que se conocieron en aquella manifestación en Madrid contra la OTAN, la maleza en suma, cultivada con esmero de pobre y perdidoso, del ayer ya inútil. “El frío es un elemento dramático como otro cualquiera”, musitó temblando, mientras el carrusel confuso de su conciencia iba dejando ya de girar por inercia hasta detenerse y débil, casi exánime, iba cerrando los ojos cansados, ignorando por completo cómo la gata escuálida del espantajo de la vecina yonki se afanaba por defecar con cuidado, con mucho cuidado, en la maceta vacía, muerta, con tierra y algo de broza solamente.

DOMINGO LOPEZ